Otra entrega de las historias de barrio.
Por Enriqueta Barrio (*)
Al menos una vez por semana, aparecía a eso de las ocho de la noche, Don Nicola.
Alto y flaquísimo, canoso y generalmente tostado por el sol, se apoyaba en un bastón. La espalda levemente encorvada cubierta con un saco azul marino que se cerraba con un único botón que le quedaba muy lejos de la piel. Una chalina enrollada alrededor del plegado cuello que metía bajo el saco rellenándolo un poco. Pantalones grises y zapatos con cordones. Y unos ojos muy azules, muy azules. De joven debería haber tenido su pinta.
Era rumano, había estado en la guerra mundial, de la que tenía muchas anécdotas. Una pena que en la época que venía a casa yo era muy chica y no me importaba para nada lo que el viejo contaba, estaba muy ocupada recortando fotos de Los Parchís, era un hombre de mucho saber.
Mis hermanos y yo vivíamos la aparición de Don Nicola en la puerta con cierto fastidio, le abríamos y lo dejábamos que entrara solo mientras gritábamos “Es Don Nicolaaaaaa!!!!” y el viejo entraba arrastrando un poco los pies, se sentaba en una silla en el comedor y ahí se quedaba.
Solía traer un hueso de jamón crudo envuelto en papel de cera, y durante los minutos en que lo pelábamos, le teníamos aprecio genuino. Después se nos pasaba, sobre todo cuando iba al baño y salía con olor a pis de viejo.
Una vez por semana cenaba en casa, y el resto de los días rotaba por otros lugares, siempre hacía referencia a una parrilla que se llamaba Jorgito (él decía Corquito, hablaba muy enrevesado a pesar de estar en Argentina desde hacía más de treinta años), cerca de la Plaza Rocha, en la que se ve que pasaba mucho tiempo.
Creo que más por snobismo que por otra cosa, mis viejos lo recibían y cenábamos juntos. Aunque hay que reconocer que mi casa era muy abierta, siempre había gente que se quedaba regularmente a comer. Me parece que tras su presencia en casa, estaban las manos de Abel, y su enorme sapiencia para engarzar a mi viejo con sus veleidades de altruista.
En la época en que Don Nicola venía a casa, mis padres tendrían alrededor de cuarenta años, la edad en que se peleaban con más furia. Bastaba que uno dijera blanco, para que el otro saltara y se armara unas batahola terrible, que iban in crescendo, al igual que los ladridos del perro del vecino, que acompañaban el quilombo llevándolo hasta la exasperación, en la que, en el medio del griterío se escuchaba un “Por dioooos, ese perro!!!!!”, para seguir inmediatamente con la discusión bizantina del momento.
Don Nicola miraba estas escenas como quien ve un partido de tenis, y, cada tanto, metía una frase conciliadora “Ehhh, Nora, que la vida e’ corta…”, que caía, por supuesto, en saco roto.
Le gustaba el chupi, y particularmente la grappa, que dejaba sus bigotes perfumados y hacía que le esquiváramos al beso de despedida.
Después del desquicio de la cena, mis viejos quedaban exhaustos de la discusión y se hacía un silencio largo, hasta que el invitado se abrochaba el botón, tomaba el bastón y anunciaba que se iba.
Y ahí mis padres se ponían todos formales “Bueno, Don Nicola, venga cuando quiera, disculpe la escena, después me cuenta de cuando estuvo en Polonia, eh!”
Y al viejo se lo comía la oscuridad de la noche, que nos lo volvía a poner en la puerta una semana después, para vivir juntos otra cálida cena de furia marital.
(*) En Facebook: Enriqueta Barrio Escritora, enriquetabarrio@gmail.com